¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!, dice Tzinacán, mago de la pirámide, personaje de Borges, cuando recibe la revelación divina de unas pocas y misteriosas palabras que pueden salvar el mundo. Como todos los hombres, busca encontrar lo imposible, la plena comprensión del sentido del universo y de la propia vida.

Leer a Borges es siempre un placer estético e intelectual que, además, implica un riesgo, aprender a pensar con libertad. Su lectura no es inocua. Entre cuentos, poesías, prosas poéticas y ensayos, se adivina algo intenso y permanente: un oscuro saber sobre la fragilidad y los límites de la existencia humana en todos los planos, sensible, intelectual, afectiva. Es lo que algunos filósofos llaman una roca dura desde la cual arranca el pensar de profundidades; esto se revela en su obra con lucidez y resignación en la reiterada nostalgia de Dios, en el recurso a la eternidad –solo una fatigada esperanza– en la conciencia de un mundo sin certezas ni absolutos.

Los seres humanos somos complejos, misteriosos y temibles. Provistos de imaginación, razón y lenguaje –que le permite hacer ficciones tanto como teoremas y cálculos– creamos también ardides para dominar el mundo con un poder casi sin límites –y esta es la gran paradoja que marca nuestra existencia– ninguno de esos poderes ha logrado remediar nuestra fragilidad, nuestra finitud. El hombre muere y sabe que muere. Ese es el punto.

Borges atesora en su corazón esa revelación, algo que no siempre sale a la superficie ni es explícito, pero actúa de manera inevitable en su obra. Quizás un tema que nunca tuvo respuesta cierta, un puro preguntar sin certezas que acallen o clausuren su decir, un punto ciego, y esa es la roca dura donde se aposenta su inspiración. Como esperanzados hilos de Ariadna, hace filosofía, teología, literatura y mágicas ficciones para encontrar lo ausente. Ficciones que solapadamente minan la inteligencia, desafían el principio de realidad, al tiempo que ofrecen algún consuelo.

Borges apuesta, contra toda lógica y toda evidencia, a esa extraña conjunción de lo relativo y lo absoluto, lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, asuntos en lo que los hombres insisten, con fe siempre renovada en algún atajo que lo hiciera posible. Ama la perplejidad, el “estrecho camino entre la certeza y la duda”. Sus personajes alcanzan lo que a él le esta negado, la unión de lo finito con lo infinito en el Aleph, de la experiencia de eternidad en el transcurrir temporal a Hladik, el gesto bondadoso de Dios que le permite a Pedro Damian morir como un valiente, o el misterio que hace que Baltasar Espinosa reviva la muerte de Cristo.

Ya lo dijo Hannah Arendt: las falacias metafísicas son las únicas pistas que poseemos sobre lo que significa el pensamiento. Y Borges lo sabe por eso alude poéticamente a los “torpes laberintos de la razón”; son torpes y apuestan a las falacias porque nunca podrán entender acabadamente el universo, la vida humana, el dolor de los hombres, la inconfesada y secreta esperanza en un más allá. Sin embargo, dice el Maestro, nuestro hermoso deber es imaginar un laberinto y un hilo que nos permita encontrar, finalmente, el sentido de la vida.

© LA GACETA

Cristina Bulacio – Autora de los libros Los escándalos de la razón en J. L. Borges y De Laberintos y otros Borges.